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Daniel Berman: El ajolote catódico



Siendo profesor de dibujo en México, descubrí con sorpresa que el grabado era allí un lenguaje

vivo y combativo. Relator de sucesos, instrumento para la sátira política y la crónica social de

un país convulso. El centro-sur de México, con Oaxaca y Veracruz a la cabeza, es un hervidero

creativo que recoge y actualiza esta tradición gráfica. Una región vertebrada por un buen

número de talleres de grabado de pequeñas dimensiones pero intensa actividad. En ellos,

ciertos jóvenes especialmente ávidos de estímulos creativos, reciben una inestimable

formación al convertirse en impresores y/o “chalanes” en los talleres de los maestros. De ellos

absorben de forma eminentemente oral (y yo añadiría vivencial) los secretos de un lenguaje

gráfico tan complejo como el grabado. Son chavos y chavas que hacen de los talleres un

segundo hogar, formando colectivos, agitando culturalmente los lugares en los que viven,

conformando clanes de dibujantes y sobretodo rodeándose de imágenes. Su imagofilia les

lleva a tallar sobre madera, a arañar planchas con puntas afiladas, a entintar y estampar. En

estos modernos gremios hay lugar para las chelas y el albur, pero por encima de todo son

hermandades de jóvenes que asimilan de manera casi osmótica este legado. Pero su actividad

ni se restringe al taller ni mira exclusivamente hacia atrás. Cuando dejan de estampar, salen a

la calle para engullir infinidad de estímulos de la alta cultura (exposiciones, literatura) y de la

cultura popular (caricaturas, rotulismo, artesanías, grafiti, fanzines) y los regurgitan luego a

golpe de gubia.


Daniel Berman (Xalapa, 1982) es sin duda, una punta de lanza de esta generación de creadores

que se aúpan a hombros de gigantes (artistas de la talla de Posada, Manila, Toledo, Cuevas y

Acebes Navarro) para configurar un lenguaje visual rabiosamente vigente y de una frescura

difícilmente encontrable en los epicentros artísticos contemporáneos.


Su producción no solo es torrencial y desbordante sino también mutante. Ha realizado

muñecos de tela y de cristal. Ha pintado en piernas de mujeres y sobre su propio cuerpo. Ha

ilustrado comales e intervenido muros públicos y privados. Ha creado piñatas rabiosamente

contemporáneas y gifs preñados de ese humor tan suyo. Como si de un camaleón cornudo se

tratase, cambia de soporte y escala con el fin de explorar las posibilidades de cada técnica para

así renovar y expandir su lenguaje. Pero en este despliegue de posibilidades hay sin duda un

hilo conductor que atraviesa su producción e hilvana esta inagotable búsqueda formal. Y este

es un hilo bidimensional: la línea del dibujo y más concretamente de la gráfica. Exprimiendo,

por ejemplo, las posibilidades de la serie y subvirtiendo a menudo los procedimientos

tradicionales del grabado para alumbrar nuevas posibilidades plásticas.


A nivel iconográfico encontramos una verdadera fijación por las figuras antropomórficas más

que estrictamente humanas como receptáculo para expresar todo el abanico de emociones del

sujeto moderno. El elenco de personajes representados es de lo más variado pero hay ciertos


seres (mujeres pedorras que propulsan bicicletas, señoras de inquietante pelo duro, hombres-

ajolote salidos de una peli de sci-fi vintage) que permanecen con él, lo acompañan en el


tiempo y se adaptan a distintos soportes y escalas. En ocasiones se apropia de caricaturas

populares como Mickey para tunearlas hasta dejarlas cuasi irreconocibles, haciendo de ellas

algo más profundo y personal. Pero también sorprendentemente atávico, primitivo. Como si

Beavis and Buthead se hubiesen colado en un códice prehispánico.


Si los rostros que describe suelen formar muecas cercanas al paroxismo, esos cuerpos

vagamente humanos que dibuja, tienden a lo filiforme. Esta particularidad anatómica los hace


lábiles, capaces de retorcerse y fragmentarse para adoptar posturas inverosímiles. Pero estos

personajes no parecen sufrir esta condición literalmente retorcida, sino más bien celebrarla.

Como si Berman nos mostrase hasta qué punto dichos seres solo pueden mostrar su gozosa

vitalidad a través de la contorsión. En cualquier caso, resulta paradójico cómo estos cuerpos

subvertidos, deformados, ensartados o acoplados nunca parecen amenazantes. Más bien

invitan al apapacho y a agradecerles la valentía de mostrarse auténticos y vulnerables. No

obstante esta fijación por lo corporal que a menudo se concreta en composiciones

ultrabarrocas, en sus últimas obras tiende a la disolución. A un nivel tal de fragmentación y

desdibujado que sus pinturas coquetean de manera cada vez más abierta con la abstracción.

Definir su estilo resulta difícil dada la cantidad de inputs que se entrelazan en su discurso. Pero

me gustaría enfatizar como, siendo fácil reconocer su filiación con grafiteros y gente vinculada

a la auto-edición, es capaz de ir más allá los estilemas vacuos que a menudo pueblan la obra

de estos colectivos. Trasciende resultados previsibles, repetitivos y estandarizados para

descollar con un expresionismo tropicalista en el que su cualidad confesional es un bastión

fundamental. Es decir que, como los alter egos que dibuja, tiene la valentía para mostrar su

auténtica identidad. Para compartir su singular devenir mental, ese chorro psíquico personal e

intransferible que va cobrando forma a medida que muerde sus planchas.


En definitiva, Berman me ha parecido siempre un estimulante cóctel en el que se agitan

tradiciones no solo diversas sino a priori irreconciliables. Sus abigarrados bosques de trazos

están poblados por personajes de serie B, por el expresionismo de Ensor o la rotundidad de la

escultura precolombina. Con semejante pastiche genera tónicos de sabor exuberante y

siempre apetecible. Como una buena michelada, que después de sorprenderte con su

mezcolanza, te obliga a reflexionar sobre esas desprejuiciadas mentes mexicanas que

consiguen generar maridajes no solo inesperados sino realmente eficaces. Brindemos por ello,

pues.


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